viernes, 20 de abril de 2018

Via Crucis El Camino de la Cruz Vía Dolorosa

El Via Crucis también llamado El Camino de la Cruz o Vía Dolorosa es una devoción antigua en el cristianismo que consiste en meditar los sufrimientos de Jesús desde su condenación a muerte hasta su sepultura. Consta de 14 estaciones para meditar la Pasión de Jesús, se pueden meditar sin tener que rezar ninguna estación, al final se reza 1 Padre nuestro, 1 Ave María y un Gloria por las intenciones del Papa. Esta devoción consta de indulgencia si se medita ante estaciones oficialmente erigidas.
Es recomendable ver la película La Pasión de Cristo y leer los escritos de Ana Catalina Emerich que pueden descargar en https://www.religionenlibertad.com/libros_rel.html
La Señal de la Cruz
+Por la Señal de la Santa Cruz, de nuestros enemigos, líbranos Señor Dios nuestro. +En el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Señor mio, Jesucristo, 
Dios y Hombre verdadero, Creador, Padre y Redentor mío,
por ser Vos quién sois y porque os amo sobre todas las cosas, me pesa de todo corazón haberos ofendido;
propongo firmemente nunca más pecar,
apartarme de todas las ocaciones de ofenderos,
confesarme y, cumplir la penitencia que me fuera impuesta.

Ofrezco, Señor, mi vida, obras y trabajos,
en satisfacción de todos mis pecados, y, así como lo suplico, así confío en vuestra bondad y misericordia infinita,
que los perdonareis, por los méritos de vuestra preciosísima sangre, pasión y muerte, y me dareis gracia para enmendarme, y perseverar en vuestro santo amor y servicio,
hasta el fin de mi vida.
Amén.
1ª Primera estación
Jesús es condenado a muerte
Te adoramos oh Cristo y te bendecimos,
Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
 Pilatos, que no buscaba la verdad sino una salida, estaba ahora más vacilante
que nunca. Su conciencia le decía: «Jesús es inocente»; su mujer: «Jesús es
Santo»; su superstición: «Es enemigo de tus dioses»; su cobardía: «Es un Dios y
se vengará».
Una vez más interrogó a Jesús tímida y solemnemente y Jesús le dijo sus
crímenes secretos, su mísero destino futuro, su miserable fin, y aquel día en
que, sentado sobre las nubes del cielo, le juzgaría con juicio justo. Entonces,
un nuevo peso contra la libertad de Jesús cayó en la falsa balanza de su justicia.
Pilatos se encolerizó de que Jesús, a quien no podía indagar, hubiera visto
totalmente desnuda su ignominia interior y le predijera un miserable fin a él,
que le había flagelado y le podía mandar crucificar. En tan extrema necesidad,
la boca de Jesús, que jamás había sido culpable de una mentira, la boca que no
dijo una sola palabra para exculparse, le anunció a Pilatos un juicio justo en
Aquel Día.
Todo esto enfureció su soberbia, pero como ninguna sensación mandaba
sola en este ser humano miserable y vacilante, al mismo tiempo le sobrecogió
el miedo por la amenaza del Señor, e hizo el último intento de absolver a
Jesús. Pero la amenaza de los judíos de acusarle ante el César si lo absolvía le
infundió otro miedo; y el miedo al César terrestre se sobrepuso al miedo a este
Rey cuyo Reino no era de este mundo. Aquel hombre malo, cobarde y
vacilante pensaba:
—Que muera, y así morirá con Él todo lo que sabe de mí y lo que me ha predicho.
Ante la amenaza de denunciarle al César, Pilatos hizo su voluntad contra la
palabra que había dado a su mujer, contra justicia y derecho, y contra su
propia convicción. Por miedo al César, entregó a los judíos la sangre de Jesús,
pero para su conciencia no tenía más que agua, el agua que hizo verter sobre
sus manos mientras exclamaba:
—Soy inocente de la sangre de este justo; vosotros veréis.
No, Pilatos, ¡tú verás! puesto que le llamas justo y derramas su sangre, el
injusto, el juez sin conciencia, eres tú. Y esta misma sangre que Pilatos quiso lavar de sus manos, pero que no pudo lavar de su alma, era la que reclamaban
los judíos para sí, maldiciéndose a sí y a sus hijos. La sangre de Jesús, que para
nosotros clama misericordia, para ellos exige y clama venganza. Gritaron:
—¡Caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos!
En medio de estos terribles gritos, Pilatos ordenó preparar todo para
pronunciar sentencia. Hizo traer sus vestidos de ceremonia y se los pusieron,
así como una especie de corona en la que brillaba una piedra preciosa o algo
brillante. Le pusieron también otro manto y le trajeron una vara. Alrededor de
él iban muchos soldados, le precedían unos empleados del tribunal que
llevaban algo, y le seguían escribientes con rollos y tablillas; delante iba uno
que tocaba la trompeta.
Pilatos fue de este modo desde el palacio hasta el foro, donde, frente a la
columna de la flagelación, había un bonito lugar, redondo, sobreelevado y
revestido con muros, para dictar sentencia. Las sentencias solamente tenían
fuerza legal si se pronunciaban allí; este sitio del juez se llamaba gábbata y era
una terraza redonda a la que se subía por varios escalones de piedra. Encima
había una silla para Pilatos, y detrás un banco para otras personas del tribunal.
La terraza estaba rodeada de soldados, y parte de los escalones también.
Muchos de los fariseos se habían ido ya al Templo; sólo Anás y Caifás y otros
ventiocho se acercaron al tribunal del foro cuando Pilatos se revistió con las
vestiduras del cargo. A los dos ladrones ya los habían llevado delante del
tribunal cuando el Ecce Homo. El asiento de Pilatos estaba forrado con una
cubierta roja que tenía encima un cojín azul con ribetes amarillos. Entonces fue cuando los sayones, rodeados de soldados, llevaron ante el
tribunal a Jesús, que todavía llevaba el burlesco manto rojo, la corona en la
cabeza y las manos atadas, y lo colocaron entre los dos asesinos.
Cuando Pilatos se sentó en su sillón de juez, dijo a los enemigos de Jesús:
—¡Ved aquí a vuestro Rey!
Pero ellos gritaron:
—¡Fuera, fuera con ése! ¡Crucifícale!
Pilatos dijo:
—¿He de crucificar a vuestro Rey?
Y los sumos sacerdotes gritaron:
—¡No tenemos más rey que el César!
A partir de entonces Pilatos ya no dijo una palabra a Jesús o por Él y
empezó la condena. Los dos ladrones ya habían sido condenados a la cruz con
anterioridad, pero su crucifixión se había retrasado hasta el día de hoy a
petición de los sumos sacerdotes que pensaban afrentar a Jesús al crucificarlo
con criminales comunes. Las cruces de los ladrones estaban en el suelo junto a
ellos, pero la cruz de Nuestro Señor todavía no estaba aquí, probablemente
porque aún no se había pronunciado su sentencia de muerte.
La Santísima Virgen, que se había retirado después de que Pilatos expuso
públicamente a Jesús y tras el griterío ávido de sangre de los judíos, volvió a
meterse entre la muchedumbre del pueblo, rodeada de algunas mujeres, para
oír la sentencia de muerte de su Hijo y su Dios. Jesús estaba de pie en medio
de los sayones, al pie de los escalones del tribunal, ante las miradas rabiosas y
las risas despectivas de sus enemigos. Un toque de trompeta impuso silencio y
Pilatos pronunció con cobarde furia su sentencia de muerte para el Salvador.
Me sentí completamente abrumada por su bajeza y doblez, por la mirada de
aquel canalla hinchado; por el triunfo y la sed de sangre de los sumos
sacerdotes tan ajetreados y ahora tan satisfechos; por la miseria y el profundo
dolor del pobre Salvador; por la indecible angustia y pena de la Madre de
Jesús; por el ansia atroz con que los judíos esperaban a su víctima; por el
carácter frío y orgulloso de los soldados de alrededor; y por todas aquellas
horribles figuras de demonios entre la muchedumbre del pueblo; todo ello me
aniquiló completamente. ¡Ay! ¡Sentía que era yo quien debía estar allí en vez de Jesús, mi queridísimo Esposo, y entonces la sentencia hubiera sido justa!
Padecía tanto y estaba tan destrozada que ya no recuerdo exactamente los
pormenores. Contaré aproximadamente lo que recuerde.
Pilatos hizo primero una larga perorata en la que llamó César a Claudio
Tiberio con los nombres más sublimes. Después pronunció la acusación
contra Jesús: agitador, perturbador de la paz, criminal contra la ley judía, que
se hacía llamar Hijo de Dios y Rey de los judíos; los sumos sacerdotes lo habían condenado a muerte y el pueblo había pedido unánimemente su
Crucifixión. Cuando afirmó a continuación que encontraba justo ese juicio, él,
que llevaba horas afirmando la inocencia de Jesús, se me acabó el ver y
escuchar a este infame ser de lengua doble. Dijo:
—Así que sentencio a Jesús Nazareno, Rey de los judíos, a ser clavado en la cruz.
Luego mandó a los sayones a buscar la cruz. Me acuerdo, aunque sin mucha
seguridad, de que Pilatos tenía una vara en la que había por dentro unas pocas
marcas, para romperla y echarla a los pies de Jesús.
Al oír estas palabras, la Madre de Jesús cayó sin conocimiento como si
quisiera morir. Ahora ya era seguro, ahora era segura la muerte terrible,
dolorosa e ignominiosa de su queridísimo y santísimo Hijo y Redentor. Juan y
las acompañantes la sacaron de allí para que los ciegos humanos no pecaran
ultrajando el dolor de la Madre de su Salvador. Pero María no podía descansar
de hacer el camino de la Pasión de su Hijo y sus acompañantes tuvieron que llevarla una vez más de estación en estación. El fervor de este misterioso culto
divino de compasión la llevaba a verter el sacrificio de sus lágrimas por todas
partes donde el Salvador, nacido de ella, hubiera padecido por los pecados de
sus hermanos los hombres. Y así, la madre del Señor tomó posesión de todas
las santas estaciones de la Tierra, ungiéndolas con sus lágrimas para que las
venerara la futura Iglesia, lo mismo que Jacob erigió como recuerdo la piedra
donde le ocurrió la promesa y la ungió con aceite.
Pilatos escribió la sentencia desde su asiento de juez, y los que estaban detrás
de él la copiaron más de tres veces. Salieron mensajeros con ella, pues tenían
que firmar también otros, no sé si lo relativo a la sentencia o si eran órdenes;
los escribientes mandaron algunas copias a lugares lejanos. Pilatos escribió una
sentencia sobre Jesús que demuestra perfectamente su doblez, pues sonaba
completamente diferente de lo que había dicho, y vi que en su lastimosa
confusión escribía contra su voluntad, como si un ángel airado le llevara la
mano. Este escrito, que sólo recuerdo en líneas generales, contenía
aproximadamente lo siguiente:
«Forzado por los sumos sacerdotes, el Sanedrín y la amenaza de sublevación
del pueblo, que pedían la muerte de Jesús de Nazaret al que acusaban de
blasfemia, violación de la ley y más cosas, acusaciones que, en
realidad, no me convencían, para no verme acusado ante el César de ser un
juez predispuesto contra los judíos y de promotor de un levantamiento, he
entregado a este mismo Jesús como criminal contra su ley, con poder para la
muerte solicitada, para que sea crucificado con otros dos criminales
sentenciados, cuya ejecución había sido retrasada porque los judíos querían
juzgar a Jesús junto a ellos».
A continuación el miserable escribió otra cosa completamente distinta:
escribió con barniz el letrero de la cruz en una tablita de color oscuro. El juicio
que exculpaba a Jesús se copió varias veces y se envió a diferentes puntos. Los
sumos sacerdotes todavía se pelearon con él junto al tribunal, pues aquella
sentencia no era nada correcta para ellos, y, en especial, les disgustaba que
Pilatos pusiera que habían pedido retrasar la crucifixión de los ladrones para
sentenciar a Jesús con ellos. Después discutieron con Pilatos por el título de
Jesús, pues no querían que pusiera «Rey de los Judíos» sino «El que se hacía
pasar por rey de los judíos». Pero Pilatos ya estaba muy impaciente y sarcástico
con ellos y gritó airadamente:
—Lo que he escrito, escrito está.
Tampoco querían que la cruz de Cristo fuera más alta por encima de su
cabeza que las de los dos ladrones; pero tenía que ser más alta porque la habían
hecho mal y la parte de encima de la cabeza había quedado demasiado corta
para poner el título que había escrito Pilatos. Ellos protestaron y adujeron esta
falta de espacio para que no se prolongara la cruz y así evitar el título, que les
resultaba ultrajante. Pero Pilatos no cedió y tuvieron que hacer prolongar el
tronco de la cruz con un suplemento sujeto con espigas en el que pudiera
ponerse el título.
Así, con todo ello, en este momento, la cruz recibió su forma llena de
significado, que he visto tan a menudo. Yo siempre veía la cruz propiamente
así; ambos brazos salían del tronco hacia arriba como las ramas de un árbol; la
cruz era como una Y griega mayúscula, cuyo palo vertical se prolongara hasta
la misma altura que los brazos. Los dos brazos, cada uno por separado, eran
más delgados que el tronco donde encajaban a espiga; y estas espigas estaban
reforzadas por debajo a cada lado con una cuña metida a martillo. Pero como la cruz estaba mal hecha y el tronco central, encima de la cabeza, era
demasiado corto para que se viera el letrero de Pilatos, tuvieron que añadirle
una pieza. En el sitio de los pies clavaron un tarugo para que Jesús estuviera de
pie encima.
Mientras Pilatos pronunciaba su inicuo juicio, vi que su mujer, Claudia
Prócula, hacía que le devolvieran su prenda y se separaba de él; al atardecer de
ese mismo día huyó en secreto del palacio y se fue con los amigos de Jesús;
estuvo escondida en un sótano debajo de la casa de Lázaro en Jerusalén.
En relación con el ignominioso juicio pronunciado por Pilatos y la
separación de su mujer vi también que algún amigo de Cristo inscribió dos
líneas en las piedras verdes que estaban inmediatamente detrás de la terraza del
gábbata, de las que recuerdo las palabras judex injustus y el nombre de Claudia
Prócula. Ya no sé si esto fue ese mismo día o algún tiempo después, y sólo
recuerdo que en este lugar del foro estaba una tropa de hombres en formación
compacta, charlando unos con otros, mientras aquel hombre, sin ser advertido
y a cubierto de los soldados, inscribió estas dos líneas. Veo que esta piedra se
podría encontrar en Jerusalén, pues todavía ahora está en Jerusalén sin que lo
sepa nadie, debajo de una casa o en los cimientos de una iglesia donde estuvo
el gábbata.
Claudia Prócula, ya cristiana, buscó a San Pablo, y fue muy amiga suya.
Jesús fue entregado a los sayones que en cuanto se pronunció la sentencia,
empezaron a escribirla, y comenzó la pelea con los sumos sacerdotes. Antes,
durante el juicio, aún les merecía alguna consideración, pero ahora era el botín
de estos hombres horribles. Le trajeron sus vestidos que le habían arrancado
durante las burlas en casa de Caifás; los habían conservado y creo que alguna
persona compasiva debió lavarlos, pues estaban limpios. Creo que era
costumbre de los romanos llevar así a los que iban a colgar.
Ahora, los chicos de las burlas desnudaron a Jesús una vez más y le soltaron
las manos para que pudiera vestirse. Le arrancaron el burlesco manto de lana
rojo de su cuerpo herido y al hacerlo volvieron a abrirle muchas heridas.
Tiritando, Jesús mismo se puso a la cintura el paño para cubrir el bajo vientre.
Luego le arrojaron al cuello su escapulario de lana, y como la parda túnica
inconsútil que le había tejido su madre no pasaba a causa de la corona de
espinas, que era muy ancha, se la arrancaron de la cabeza, y todas las heridas
volvieron a sangrar con indecibles dolores. Entonces le arrojaron la túnica de
punto sobre el cuerpo herido, le pusieron su amplio traje blanco de lana, su
ceñidor ancho y, finalmente, también el manto. Acto seguido le volvieron a
poner a medio cuerpo las ataduras de la cintura, de las que salían las cuerdas
con que le llevaban. Todo esto se hizo con escalofriante rudeza, a base de
golpes y empujones.
Los dos ladrones estaban con las manos atadas, a derecha e izquierda de
Jesús y, durante el juicio, habían estado de pie lo mismo que Él y con una
cadena colgando del cuello. Sólo llevaban un paño a la cintura y un jubón que
era un escapulario de mala tela, sin brazos y abierto por arriba. En la cabeza
llevaban un gorro de paja con reborde, casi de la forma de las chichoneras de
los niños. Estaban entre sucios y pardos a causa de los verdugones de su
flagelación, que a ellos les habían inflingido antes. El ladrón que después se
convirtió estaba ahora tranquilo y en su interior ya estaba de vuelta, pero el
otro estaba desafiante y rabioso, blasfemaba, y con los sayones se mofaba de
Jesús, que los miraba a los dos con amor y anhelo de que se salvaran y que
llevó todos sus padecimientos también por ellos.
Los sayones estaban atareados reuniendo todas sus herramientas y
preparándolo todo para la comitiva más triste y cruel, en la que el Redentor,
amoroso y dolorido, llevaría la carga de nuestros pecados para expiar por
nosotros, ingratos, los más reprobables de los hombres, derramando su santa
sangre del cáliz perforado de su cuerpo.
Finalmente, Anás y Caifás acabaron con Pilatos en medio de discusiones y
rabietas. Les dieron un par de rollos de pergamino o cédulas largos y estrechos,
con escritos, y se apresuraron a ir al Templo; necesitaban llegar a tiempo. Los
sumos sacerdotes se separaron del verdadero cordero pascual; corrían al
Templo de piedra para sacrificar y comer lo que no era más que un símbolo,
mientras dejaban que unos infames verdugos llevaran al altar de la cruz a la
Plenitud, el verdadero cordero de Dios. Aquí se separaban los caminos del
sacrificio encubierto y el revelado. Se apresuraban a ir a un Templo de piedra
para sacrificar corderos limpios, lavados y benditos, mientras que al puro
cordero de Dios expiatorio, al que denigraban y se habían esforzado en
impurificar con el horror de su perversión total, lo dejaban a verdugos impuros
y crueles.
Ellos se habían preservado cautelosamente de impurificarse externamente,
mientras el horror manchaba por entero su interior, que hervía de rabia,
envidia y escarnio. «¡Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!».
Con estas palabras habían completado la ceremonia, y habían puesto la mano
del sacrificador sobre la cabeza de la víctima del sacrificio. Aquí se separaban el
camino al altar de la ley y el camino al altar de la gracia.
Pilatos, orgulloso, vacilante, temblando ante Dios y sirviendo a los ídolos,
pagano que cortejaba el mundo, esclavo de la muerte, gobernando en el
tiempo hasta llegar a la meta vergonzosa de la muerte eterna, tiró entre los dos
caminos y se fue con sus ayudantes a su palacio, rodeado por la guardia y
precedido por sus trompeteros. El juicio injusto se celebró a las diez de la
mañana, según nuestra manera de contar el tiempo. Visiones de la Beata Ana Catalina Emerich

Padre Nuestro
Padre nuestro,
que estás en el cielo,
santificado sea tu Nombre;
venga a nosotros tu reino;
hágase tu voluntad
en la tierra como en el cielo.
Danos hoy nuestro pan de cada día;
perdona nuestras ofensas,
como también nosotros perdonamos
a los que nos ofenden;
no nos dejes caer en la tentación,
y líbranos del mal. Amén.
Dios te salve María
llena eres de gracia
el Señor es contigo;
bendita tú eres
entre todas las mujeres,
y bendito es el fruto
de tu vientre, Jesús.
Santa María, Madre de Dios,
ruega por nosotros, pecadores,
ahora y en la ahora
de nuestra muerte. Amén
Pequé, Señor, pequé,
tened Piedad y Misericordia de mí.
2ª Estación: Jesús carga con su Cruz
Te adoramos oh Cristo y te bendecimos,
Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
Cuando Pilatos salió del tribunal, parte de los soldados le siguieron y
quedaron en formación delante del palacio; con los condenados sólo
permaneció una escolta reducida. Veintiocho fariseos armados, entre los cuales
estaban los seis feroces enemigos de Jesús que estuvieron presentes en el
prendimiento en el huerto de los Olivos, llegaron a caballo al foro para dirigir
la comitiva. Los sayones pusieron al Salvador en el centro del foro, y por la
puerta occidental entraron varios esclavos con la cruz, que arrojaron con
estrépito a sus pies. Los dos brazos más delgados de la cruz, que luego habrían
de encajarse en el tronco, estaban atados con pesadas cuerdas encima del
ancho tronco de la cruz. Otros jóvenes auxiliares de verdugo llevaban las
herramientas, las cuñas, el tarugo pequeño para los pies y la pieza
suplementaria para el tronco.
Cuando la cruz estuvo en el suelo, Jesús se arrodillo, la abrazó entre sus
brazos y la besó tres veces mientras rezaba en voz baja una oración de acción
de gracias a su Padre celestial porque empezaba la redención de los seres
humanos. Como los sacerdotes de los paganos, que abrazaban los altares nuevos, así abrazó el Señor su cruz, altar eterno del sangriento sacrificio de
reparación. Los sayones tiraron de Jesús para incorporarle hasta ponerle
derecho, pero dejándole de rodillas para que pudiera cargar sobre el hombro
derecho, con poca y cruel ayuda, las pesadas vigas que abrazó con el brazo
derecho. Vi que unos ángeles invisibles le ayudaron, pues de lo contrario no
hubiera conseguido cargar la cruz. Jesús, de rodillas, se dobló bajo el peso de la
cruz.
Mientras Jesús rezaba, los otros crucificadores les pusieron a los dos
ladrones los travesaños de sus cruces, que estaban separados del tronco de la
cruz, atravesados en el pescuezo y ataron firmemente a ellos sus manos
levantadas. Estos travesaños, que estaban separados de los troncos, no eran
completamente rectos sino algo arqueados. Después, para crucificarlos,
clavaron los travesaños en los extremos superiores de los troncos que ahora
llevaban unos esclavos junto con los demás instrumentos. Sonó la trompeta de
la caballería de Pilatos y uno de los fariseos a caballo se acercó a Jesús, que
todavía estaba de rodillas bajo el peso de su carga, y dijo:
—Ya está bien de bonitas palabras, vosotros haced, que nosotros le quitaremos de
encima, ¡Adelante! ¡Adelante!
Entonces los sayones tiraron de Él hacia arriba y recayó en su hombro todo
el peso de la cruz, ese peso que después nosotros tenemos que llevar según su
santa palabra, eternamente verdadera. Entonces se puso en marcha la comitiva
triunfal del Rey de reyes, tan ignominiosa en la Tierra y tan bendita en el
Cielo.
Habían atado al extremo posterior de la cruz dos cuerdas que llevaban dos
sayones para que la cruz quedase en el aire y no fuera arrastrando por el suelo.
Alrededor de Jesús, bastante separados, iban los cuatro sayones que tiraban de
las cuatro cuerdas sujetas a la nueva atadura que le habían puesto a medio
cuerpo. El manto lo llevaba recogido y atado al torso. Con el hato de maderos
de la cruz al hombro, Jesús me recordaba mucho a Isaac, que llevó al hombro
al monte la leña para su propio sacrificio.
La trompeta de Pilatos indicó que la comitiva debía echar andar pues él
quería ponerse en marcha con otra tropa para prevenir insurrecciones en
alguna parte de la ciudad. Pilatos, con coraza y a caballo, estaba rodeado de sus
oficiales y de una tropa de caballería y le seguía una cohorte de unos
trescientos soldados de infantería, todos ellos de la frontera entre Italia y Suiza.
Delante de la comitiva de la Crucifixión iba un trompetero que tocaba su
trompeta en todas las esquinas y pregonaba a gritos la ejecución. Pocos pasos
detrás seguía una multitud de gentuza y chicos que llevaban cordeles, clavos,
cuñas y cestas con toda clase de herramientas, y otros criados más robustos que
llevaban palos, escaleras y los troncos de las cruces de los dos ladrones. Las
escaleras consistían en un solo palo que tenía encajadas una serie de espigas.
A continuación seguían los fariseos a caballo y un mozo que llevaba al
pecho el letrero que Pilatos había escrito para la cruz así como la corona de
espinas en la punta de un palo que llevaba al hombro, pues desde el principio
vieron que no podría llevar la cruz con ella en la cabeza. Ese mozo no era muy
malo.
Luego seguía Nuestro Señor y Salvador, doblado por la pesada carga de la
cruz, vacilante, destrozado por la flagelación, molido y agotado de cansancio.
Llevaba desde la Última Cena Pascual de ayer sin comer, beber ni dormir, con
permanentes maltratos mortales, exhausto por la pérdida de sangre, las heridas,
la fiebre, la sed, y los indecibles dolores y terrores interiores. Andaba vacilante
y aplastado, con los pies desnudos y ensangrentados. Su mano derecha
sujetaba la carga del hombro derecho, y con la izquierda trataba
frecuentemente de levantar sus amplios ropajes, que estorbaban sus pasos
inseguros.
Cuatro sayones sujetaban desde lejos las cuatro cuerdas; los dos de delante
tiraban hacia delante, y los dos siguientes le arreaban, de modo que no podía
asegurar el paso. Los tirones de las cuerdas le estorbaban para levantar sus
ropas. Tenía las manos heridas e hinchadas por los cordeles anteriores y el
rostro cubierto de sangre y ronchas; el pelo y la barba desgreñados y pegados
por la sangre. La carga y las ataduras apretaban sus pesados vestidos de lana
contra su cuerpo herido, y la lana se pegaba firmemente a las nuevas heridas,
que se abrían.
A su alrededor todo eran malicias y mofas en voz alta; Jesús estaba
indeciblemente martirizado y afligido y, sin embargo, seguía amando; su boca
rezaba y su mirada suplicaba, sufriendo y perdonando.
Detrás de Jesús iban los dos sayones que levantaban el extremo de la cruz
con las cuerdas, y que aumentaban las fatigas de Jesús, porque con las cuerdas
movían la carga, levantándola y dejándola caer.
A ambos lados de la comitiva iban soldados con lanzas. Seguían los dos
ladrones y los dos esbirros que llevaban las cuerdas de cada uno. Los ladrones
llevaban en el pescuezo el arqueado travesaño de su cruz, y sus brazos estaban
estirados y atados al final del travesaño. Sólo llevaban taparrabos y el torso
cubierto con un sobretodo sin mangas, abierto por arriba, y, en la cabeza,
gorras de paja trenzada. Estaban un poco embriagados por una bebida que les
habían dado. El buen ladrón estaba muy tranquilo, pero el malo estaba
insolente, rabioso y blasfemaba.
Los sayones eran de color castaño, gentuza pequeña pero robusta con pelo
hirsuto, corto, negro y rizado. Tenían poca barba, sólo un mechoncito aquí o
allá. No tenían aspecto de judíos y eran de linaje de esclavos egipcios,
trabajadores del canal. Sólo llevaban mandiles y jubones de cuero sin mangas;
estaban totalmente embrutecidos.
Detrás de los sayones cerraba la comitiva la segunda mitad de fariseos a
caballo, que cabalgaban a su aire, adelante y atrás, a lo largo de la comitiva
para impulsarla y mantener el orden. Entre la gentuza que llevaba las
herramientas para la Crucifixión había también muchachos judíos de lo más
rastrero, que se habían entremetido voluntariamente.
Dejando un intervalo considerable seguía la columna de Pilatos. Iba delante
un trompetero a caballo, luego Pilatos con armadura de guerra entre sus
oficiales, delante de una fuerza de caballería a la que seguían trescientos
soldados a pie. La columna de Pilatos pasó por el foro pero luego siguió por
una calle ancha.
A la comitiva de Jesús la llevaron por una calle muy estrecha que discurría
entre las partes traseras de las casas, a fin de que el pueblo fuera al Templo y
también para no estorbar a la columna de Pilatos.
Despues de la sentencia, la mayor parte del pueblo se había puesto en
movimiento. La mayoría de los judíos se fue a su casa o al Templo; como por
la mañana habían perdido mucho tiempo se apresuraron a proseguir sus
preparativos para el sacrificio del cordero pascual. A pesar de eso, la
muchedumbre era aún muy grande, mezcla de toda clase de gente, extranjeros,
esclavos, trabajadores, mujeres, mozos y populacho en general que se
precipitaban por las calles de los alrededores, dando rodeos, para ver una vez
más, en un sitio u otro, la triste comitiva. La tropa romana que seguía a la
comitiva impedía que se agolparan inmediatamente detrás, así que para
adelantarse tenían que correr continuamente dando rodeos por los costados.
La mayor parte acudió en masa al Gólgota.
La calle estrecha por la que primero llevaron a Jesús tiene apenas un par de
pasos de ancha y discurre entre las partes traseras de las casas, donde hay
muchas porquerías. Jesús tuvo mucho que padecer en ella. Los esbirros iban
muy cerca de Él y, desde ventanas y ventanucos, los esclavos y toda la gentuza
que allí tenían su trabajo se mofaban de Él y le tiraban cagarrutas y
desperdicios de cocina. Unos malvados canallas le vertieron heces negras y
apestosas. Incluso los niños de las casas por donde pasaba la comitiva,
instigados por los mayores, recogían piedras en la parte inferior de sus
vestiditos para tirárselas a los pies con insultos y ultrajes. Así trataban los niños
a Jesús, que los amaba, los bendecía y los proclamaba bienaventurados. Visiones de la Beata Ana Catalina Emerich
 Rezar 1 Padre Nuestro y 1 Ave María
Pequé, Señor, pequé,
tened Piedad y Misericordia de mí.
3ª Estación: Jesús cae por primera vez
Te adoramos oh Cristo y te bendecimos,
Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
 Poco antes de acabar, la calle estrecha tuerce a la izquierda, se ensancha y sube
un poco. Pasa por ella un acueducto subterráneo procedente del monte Sión
que creo que viene a lo largo del foro, por donde también corren otras
conducciones de agua subterráneas hacia el estanque de los Corderos que está
junto a la puerta de los Corderos; oigo al agua correr y gorgotear en los tubos.
Aquí, antes de que la calle empiece a subir, hay un sitio más hondo, donde a
menudo se acumula agua y lodo cuando llueve, como pasa frecuentemente en
las calles de Jerusalén, que en muchos lugares están muy agrestes, y está puesta
una piedra más alta para facilitar el paso.
Cuando el pobre Jesús llegó a este sitio con su pesada carga, no pudo seguir.
Los sayones tiraron de Él y le empujaron sin misericordia y entonces el divino
portador de la cruz cayó al suelo todo lo largo que era junto a la piedra que
sobresalía. El atado de la cruz cayó junto a Él.
Los sayones tiraron de Él, le insultaron y le dieron patadas, hubo un parón
en la comitiva y se armó el consiguiente barullo. Jesús en vano tendía la mano
para que le ayudaran.
—¡Ay! Esto pasa demasiado pronto —dijo, y oró.
Los fariseos gritaron:
—¡Arriba! ¡Levantadlo, que se nos muere entre las manos!
Aquí y allá se veían a lo largo del camino mujeres llorosas con niños que
gemían asustados. Con ayuda sobrenatural, Jesús logró levantar la cabeza y
entonces, en vez de aliviarle, aquellos mozos horribles y diabólicos le pusieron
la corona de espinas.
Cuando lograron levantarle a fuerza de malos tratos y le pusieron otra vez la
cruz en el hombro, Jesús tuvo que echar a un lado con terrible urgencia la
cabeza torturada por las espinas, para poder llevar al hombro la pesada carga
junto a la corona. Así, con las nuevas torturas añadidas, entró a la calle, que
ahora era más ancha y subía.Visiones de la Beata Ana Catalina Emerich
Rezar 1 Padre Nuestro y 1 Ave María
Pequé, Señor, pequé,
tened Piedad y Misericordia de mí.
4ª Estación: Jesús encuentra a Su Madre
Te adoramos oh Cristo y te bendecimos,
Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
  Cosa de una hora antes, cuando se pronunció la inicua sentencia contra su
niño, la Madre de Jesús, completamente destrozada por el dolor, había salido
del foro con Juan y algunas mujeres a visitar de nuevo muchos santos lugares
de la Pasión, pero cuando las carreras del pueblo, los toques de trompeta y la
columna de Pilatos anunciaron que llegaba el amargo Viacrucis, María no
pudo resistir más, pues tenía que ver a su divino Hijo en su Pasión, y rogó a
Juan que la llevara a un sitio donde pudiera salirle al paso.
Salieron del barrio de Sión y fueron por un costado del tribunal donde
había estado Jesús y luego siguieron por puertas y avenidas en las que nada
estaba abierto, pero por las que ahora pasaba un río de gente en ambos
sentidos. Luego llegaron por la parte occidental a un palacio cuya puerta daba
a la calle ancha por la que se metió la comitiva cuando la primera caída; ya no
sé exactamente si es un ala de la vivienda de Pilatos, con cuyos edificios parece
relacionarse a través de patios y avenidas, o si es, como me parece recordar
hoy, la vivienda propia del sumo sacerdote Caifás, pues la de Sión es sólo su
residencia oficial.
Un criado o portero compasivo le dio a Juan permiso para poder pasar al
otro lado con María y sus acompañantes y les abrió la puerta del lado de allá.
Con ellos estaba uno de los sobrinos de José de Arimatea. Susana, Juana Cusa
y Salomé de Jerusalén seguían a la Santísima Virgen.
Cuando vi que la Madre de Dios entraba en esa casa con los demás, pálida,
con los ojos rojos de llorar, tiritando y temblando, envuelta de arriba abajo en
una prenda gris azulada, me sentí terriblemente desgarrada. A lo lejos, por
encima de las casas, se escuchaba el ruido y el griterío de la comitiva que se
acercaba; los toques de trompeta y las voces que anunciaban en cada esquina
que iban a crucificar a uno. Cuando el criado abrió el portal, el ruido se
distinguía mejor y se hizo más espantoso. María oró y dijo a Juan:
—¿Debo verlo o debo irme de aquí? ¡Cómo podré soportarlo!
En esto salieron al portal y María se paró a mirar a la derecha, calle abajo,
por donde la calle subía algo y volvía a ser llana donde ella estaba. ¡Cómo
atravesaba su corazón, rasgándolo, el toque de la trompeta!
Cuando ellas salieron al portal, la comitiva se acercaba pero aún estaba a
unos ochenta pasos. En este lugar nadie precedía a la comitiva, aunque había
grupos a los lados y detrás de ella. Cuando el populacho abandonó por fin el
lugar del tribunal, se dispersó por las calles laterales para adelantarse a la
comitiva y ponerse en otros lugares donde pudieran contemplarla.
Cuando el grupo de los auxiliares del verdugo se acercó insolente y
triunfante con todos los instrumentos para el martirio, la Madre de Jesús
tiritó, se tambaleó y retorció sus manos. Uno de aquellos golfos preguntó a los
que había por allí.
—¿Qué mujer es esta que actúa tan lastimeramente?
Uno le respondió:
—Es la Madre del Galileo.
Cuando los miserables lo oyeron, hicieron chistes sobre la desconsolada
Madre, la señalaron con el dedo, y uno de los más bajos de todos ellos
empuñó los clavos de la cruz y se los puso a la Virgen delante de la cara
burlándose de ella. Pero ella sólo miraba a Jesús, retorciéndose las manos.
Machacada de dolor, se apoyó contra la jamba del portal. Estaba pálida como
una muerta y tenía los labios azules. Pasaron los fariseos a caballo, luego vino
el mozo con el letrero y ¡ay!, unos pasos detrás, su Hijo, el Hijo de Dios, el
Santo, el Redentor.
Aquí venía, vacilante y encorvado, su querido Hijo, Jesús, apartando la
cabeza de la corona de espinas, y al hombro la pesada carga de la cruz. Los
sayones tiraban de Él hacia delante con las cuerdas. Tenía el rostro pálido,
ensangrentado y quebrantado, la barba puntiaguda y a pegotes. Miró adelante
muy seria y compasivamente a su atormentada Madre, con ojos
ensangrentados y profundamente hundidos bajo el horrible y enmarañado
tejido de espinas de su corona, y, por segunda vez, dio un trompicón y se
desplomó bajo el peso de la cruz. Cayó al suelo, apoyado en manos y rodillas.
Tan fuertes eran el amor y el dolor de su Madre, que no vio soldados ni
verdugos, solamente vio a su Hijo querido, maltratado y atormentado.
Retorciéndose las manos, salió del portal de la casa un par de pasos y se
precipitó hacia Jesús entre los sayones que le empujaban. Se tiró al suelo de
rodillas junto a Él y lo abrazó. Escuché estas palabras, no sé si con los oídos o
en espíritu:
—¡Hijo mío!
—¡Madre mía!
Se formó un alboroto; Juan y las mujeres querían retirar a María; los
sayones la insultaban y se mofaban; uno de ellos dijo:
—Mujer, ¿qué quieres aquí? Si le hubieras educado mejor no estaría en nuestras manos.
Varios soldados sintieron algo de compasión, pero rechazaron a la Santísima
Virgen; sin embargo, ningún sayón llegó a tocarla. Juan y las mujeres se la
llevaron y ella se desplomó de rodillas medio muerta en el portal junto a la
piedra angular que sostenía el muro. María volvió la espalda a la comitiva y
tocó con sus manos la piedra junto a la cual se había desplomado; la piedra
está muy inclinada y María la tocó con su mano más bien arriba que abajo. La
piedra tenía vetas verdes; allí donde tocaron sus rodillas se hicieron unos hoyos
llanos, y donde apoyó las manos quedaron unas marcas planas. Eran
impresiones romas, como las que hace un golpe en la masa. La piedra era muy
dura. Cuando Santiago el Menor fue obispo de Jerusalén, llevaron la piedra a
la iglesia del estanque de Betesda, que fue la primera iglesia católica.
Ya he dicho esto antes y lo vuelvo a decir: he visto varias veces como ahora
que, en ocasión de grandes acontecimientos, las manos santas forman en la
piedra impresiones de éstas; es tan verdad como las palabras:
—¡Se comoverían las piedras!
O tan verdad como las palabras:
—Esto me hace impresión.
Para dejar a la posteridad un testimonio de santidad, la eterna sabiduría, en
su misericordia, no necesita para nada el arte de imprimir libros. Como los
lanceros que iban a los costados de la comitiva seguían avanzando, los dos
discípulos llevaron a la Madre de Jesús otra vez al portal, que en seguida se
cerró.
Entre tanto, los sayones levantaron a tirones a nuestro Señor y le pusieron al
hombro la cruz, pero de otra manera. Los brazos de la cruz, que iban atados
encima, se habían soltado; uno de ellos se había enredado en las cuerdas de
detrás y Jesús lo sujetaba con el brazo. Ahora por detrás, el tronco de la cruz
estaba algo más cerca del suelo.
Aquí y allá, entre el populacho que acompañaba a la comitiva con sus
burlas, había mujeres veladas que se tambaleaban y lloraban.Visiones de la Beata Ana Catalina Emerich
Rezar 1 Padre Nuestro y 1 Ave María
Pequé, Señor, pequé,
tened Piedad y Misericordia de mí.
5ª Estación: El Cireneo ayuda a Jesús a cargar su Cruz
Te adoramos oh Cristo y te bendecimos,
Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
 La comitiva siguió por la calle ancha y atravesó una antigua muralla interior de
la ciudad por un arco ante el cual hay una gran plaza en la que se reúnen tres
calles. Aquí Jesús tuvo que pasar una gran piedra y volvió a tambalearse y caer.
La cruz cayó a su lado, y Él se quedó en el suelo totalmente desvalido;intentaba levantarse apoyándose en la piedra, pero no lo conseguía. En ese
momento pasaron por allí grupos de gente bien vestida que iba al Templo y
exclamaron compasivamente:
—¡Qué pena! ¡Ese pobre hombre se muere!
Se organizó un alboroto pues no podían levantar a Jesús. Los fariseos que
dirigían la comitiva dijeron a los soldados:
—Así no llegará vivo; tenéis que buscar alguien que le ayude a llevar la cruz.
Justo en este momento bajaba por medio de la calle Simón de Cirene,
pagano, con sus tres hijitos. Llevaba un haz de leña menuda bajo el brazo; era
jardinero y había estado trabajando en los jardines que están hacia la parte
oriental de la muralla de la ciudad. Como muchos trabajadores en parecidas
circunstancias, una vez al año venía con la mujer y los niños a Jerusalén a
recortar setos en estas fiestas. Se vio en un aprieto; no podía desviarse, y como
su ropa le delataba como pagano y trabajador modesto, los soldados le
agarraron y le llevaron a rastras para que ayudara al Galileo a llevar la cruz.
Simón se resistió y mostró la mayor aversión a hacerlo, pero los soldados le
forzaron por las malas. Sus hijos se pusieron a gritar y llorar, y unas mujeres
que conocían a Simón se hicieron cargo de ellos. A Simón, Jesús le daba
mucho asco y repugnancia pues estaba horriblemente lastimado y desfigurado
y tenía los vestidos manchados de excrementos. Jesús lloraba y miró a Simón
con ternura. Simón tuvo que ayudarle a levantarse y entonces los sayones
echaron atrás las ataduras de un brazo de la cruz y lo colgaron con una vuelta
de cuerda a los hombros de Simón. Iba muy pegado a Jesús, que ahora ya no
tenía que llevar tanto peso. También le apartaron la corona de espinas de
nuevo de otra manera, y así pudo ponerse otra vez en marcha la triste
comitiva.
Simón era un hombre robusto de unos cuarenta años que llevaba la cabeza
descubierta. Vestía en el torso un prenda corta, y llevaba los lomos envueltos
en trapos. Las sandalias terminaban en punta y las correas estaban atadas a las
piernas. Sus hijos llevaban túnicas de colores a rayas; dos eran ya mayorcitos,
se llamaban Rufo y Alejandro y más adelante se fueron con los discípulos; el
tercero era todavía muy pequeño y lo he visto en casa de Esteban todavía de
chiquillo. Simón no llevó la cruz mucho tiempo detrás de Jesús sin que le
sobrecogiera una honda emoción. Visiones de la Beata Ana Catalina Emerich
Rezar 1 Padre Nuestro y 1 Ave María
 Pequé, Señor, pequé,
tened Piedad y Misericordia de mí.
6ª Estación: Verónica enjuga y seca el Rostro de Jesús
Te adoramos oh Cristo y te bendecimos,
Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
La calle por donde pasaba ahora la comitiva era una calle larga, que torcía un
poco a la izquierda, en la que desembocan varias calles laterales. Por todas
partes salían personas bien vestidas que iban al Templo; algunas se retiraban
por el farisaico temor a contaminarse, pero otras mostraron algo de
compasión. Simón ya había ayudado a Jesús a llevar la cruz casi durante
doscientos pasos cuando de una hermosa casa a la izquierda de la calle, a cuyo
atrio de gruesos muros y deslumbrantes rejas sube una terraza con escaleras,
salió impetuosamente hacia la comitiva una mujer alta y de buena presencia
con una niña de la mano. Era Serafia, mujer de Sicas1, miembro del Consejo
del Templo que por su actuación de hoy, recibió el nombre de Verónica, de
vera icon, verdadero retrato.
Serafia había preparado en casa un costoso vino con especias con la piadosa
intención de confortar al Señor en su amargo Viacrucis. En su dolorosa espera,
ya una vez se había apresurado a buscar la comitiva; la vi salir deprisa, velada y
con la niña de la mano, a la que había adoptado a falta de niños, a encontrar la
comitiva en el momento en que Jesús se encontró con su Madre; pero el
tumulto no le dio oportunidad y se volvió corriendo a su casa a esperar al
Señor.
Cuando la comitiva se acercó, Serafia se echó a la calle envuelta en su velo, y
con un chal sobre los hombros; la niña, que tenía nueve años, llevaba
escondida la jarra llena de vino debajo del vuelo de su ropa. Los que iban en
cabeza de la comitiva intentaron rechazarla sin éxito; pero Serafia estaba fuera
de sí de amor y compasión y empujó con la niña, que se agarraba a su ropa,
atravesó el populacho que corría junto a la comitiva, los soldados y los sayones,
y llegó hasta Jesús, cayó de rodillas ante Él y levantó hacia Él el extremo de su
chal con esta súplica:
1 Nota de Brentano: Por confusión del Copista, en este libro se le ha llamado Obed páginas atrás; se ruega
corregir esta falta. [Aquí lo llama Sichas, (Sicas) antes lo llamó Obed y después lo llama Sichar (Sicar)].
—Dígnate, mi Señor, secar tu rostro.
Jesús tomó el chal con la mano izquierda y lo apretó con la mano abierta
contra su cara ensangrentada, y luego, movió la izquierda con el chal hacia la
mano derecha que estaba encima del brazo de la cruz, lo apretó entre ambas
manos y se lo tendió dándole las gracias. Ella lo besó, lo apretó junto a su
corazón bajo su manto y se levantó. Entonces la niña alzó tímidamente la jarra
de vino, pero los insultos de los soldados y sayones no permitieron que
reconfortara a Jesús.
La rápida osadía de su acción provocó una aglomeración de gente en torno
a este hecho repentino, y la comitiva tuvo una detención de apenas dos
minutos, que hizo posible que Verónica presentara su chal a Jesús. Pero los
fariseos a caballo y los sayones se encolerizaron con esta parada y todavía más
por aquella veneración pública al Señor y empezaron a pegar a Jesús y a tirar
de Él, y Verónica huyó con la niña a su casa.
Apenas entró en su cuarto, puso el lienzo ante sí sobre la mesa y se
desplomó sin sentido. La niña se arrodilló junto a ella, gimiendo, con la jarra
de vino a su lado y así las encontró un amigo de la casa que entró a ver a
Serafia y la vio yacer como muerta junto al chal extendido donde se había
impreso milagrosamente con toda claridad el rostro terriblemente
ensangrentado de Jesús. Completamente espantado, la despertó y le mostró la
faz del Señor y ella, llena de consuelo y de lamentos, se arrodilló ante el chal y
exclamó:
—Ahora quiero abandonarlo todo pues el Señor me ha dado un recuerdo.
Este chal o sudadera era una pieza de lana fina, tres veces más larga que
ancha, que los judíos llevaban habitualmente colgando del cuello, y a veces
llevaban otro más sobre los hombros. Era costumbre llevarlo en las visitas de
duelo o a enfermos, llorosos, fatigados y desanimados, para secarles la cara con
él; era una señal de duelo y de compasión. En los países cálidos obsequian con
él. Verónica siempre lo tuvo colgado a la cabecera de su cama. Después de su
muerte pasó a la Madre de Dios a través de las santas mujeres y después a la

Iglesia a través de los apóstoles. Serafia era de Jerusalén y prima de Juan el Bautista, pues su padre era hijo
del hermano del padre de Zacarías2.
Cuando a la edad de cuatro años llevaron a María a Jerusalén a formar parte
de las vírgenes del Templo, vi que Joaquín y Ana y otros acompañantes fueron
a la casa paterna de Zacarías, no lejos del mercado del pescado; vivía en ella un
viejísimo pariente de Zacarías, que debía ser su tío, y abuelo de Serafia, a la
que entonces vi sensiblemente mayor que María, puede que cinco años mayor.
Cuando los esponsales de María con José, vi que Serafia era mayor que la
Santísima Virgen.
Serafia estaba también emparentada con el viejo Simeón que profetizó en la
presentación de Jesús en el Templo, y era amiga de sus hijos desde pequeña.
Éstos heredaron de su padre desde muy pronto su anhelo por el Mesías,
anhelo que compartía Serafia. Durante mucho tiempo atrás y hasta entonces,
la esperanza de la salvación había permanecido en mucha gente buena como
un amor secreto, porque los demás no esperaban que apareciera entonces.
Cuando Jesús se quedó a los doce años en Jerusalén a enseñar en el Templo,
vi que Serafia estaba soltera, aunque era mayor que la Madre de Jesús. Ella fue
la que le enviaba comida a la pequeña posada de Jerusalén donde Jesús se
recogía cuando no estaba en el Templo. En esta misma posada, que está a un
cuarto de hora de Jerusalén en el camino de Belén, María se alojó un día y dos
noches con José en casa de dos personas mayores, cuando vino de Belén al
Templo despues del nacimiento de Cristo para ofrecer a Jesús. Los ancianos
eran esenios, y la mujer estaba emparentada con Juana Cusa; conocían a la
Sagrada Familia y a Jesús. La posada era una fundación para pobres; Jesús y
sus discípulos con frecuencia se refugiaron en ella y vi que, en los últimos
tiempos, cuando Jesús enseñaba en el Templo, a menudo Serafia le enviaba allí
la comida.
Serafia se casó tarde; su marido, Sirac, descendía de la casta Susana y estaba
en el Consejo del Templo. Como al principio estaba muy en contra de Jesús,
hizo sufrir mucho a Serafia a causa de su estrecha relación con Él; de hecho, la
tuvo encerrada varias veces largo tiempo en una mazmorra. Convertido por
2 Prima segunda, pues tenían un bisabuelo común.
José de Arimatea y Nicodemo, se dulcificó y permitió que su mujer siguiera a
Jesús. En los juicios de Jesús de ayer por la noche y de hoy por la mañana,
Sirac se declaró a favor de Nuestro Señor junto a Nicodemo, José de Arimatea
y todos los de buena voluntad, y también se separó del Sanedrín con ellos.
Serafia es todavía una mujer imponente y hermosa que debe tener ahora
más de cincuenta años. En la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén que
nosotros festejamos el Domingo de Ramos, estaba con un niño en brazos entre
otras mujeres, y vi que se quitó el velo de la cabeza para extenderlo en el
camino con alegre veneración. Este mismo velo era el que ahora presentó al
Señor para suavizar las huellas de la Pasión en su triste pero victoriosa comitiva
triunfal, el mismo que obtuvo para su compasiva dueña el nuevo y triunfante

nombre de Verónica con que ahora la venera la Iglesia3.
3 Nota de Brentano: Como Ana Catalina dijo aquí tantas cosas de Serafia o Verónica, añado lo que dijo en
contacto con algunas reliquias el 2 de agosto de 1821: He visto algo que no recuerdo haber visto nunca antes.
El tercer año después de la Ascensión de Cristo, el César de Roma envió a uno de los suyos a Jerusalén para
reunir testimonios acerca de los rumores sobre la Muerte y Ascensión de Jesús. Este hombre se llevó a Roma a
Nicodemo, Serafia y al joven Epafrás, pariente de Juana Cusa, criado de los discípulos, hombre muy sencillo
que antes fue criado y mensajero de los sacerdotes del Templo y que vio a Jesús en los primeros días después
de la Resurrección en el cenáculo con los apóstoles pero ya no le volvió a ver. Vi a la Verónica con el César,
que estaba enfermo. Su lecho estaba elevado sobre dos escalones, colgaba una gran cortina, la sala era
cuadrada, no muy grande, con ventanas pequeñas, pero del techo de la habitación bajaba luz y colgaban
cordones con los que se podía abrir o cerrar la claraboya. El César estaba solo, y su gente esperaba en la
antesala. Vi que Verónica tenía consigo, además del lienzo (con el que enjugó la cara de Cristo) otro paño que
era de los que amortajaron a Jesús. Extendió la sudadera ante el César. Era una pieza de tela larga y estrecha
que ella había llevado antes como velo en la cabeza y el cuello. La cara de Jesús estaba en un extremo, que es el
que ella sostuvo delante del César. Con la otra mano recogió el extremo largo que colgaba. El rostro de Jesús
no era una pintura sino que estaba impreso con sangre, y además era más ancho que una pintura, pues
envolvía el rostro. Sobre el otro lienzo que Verónica trajo consigo, vi la impresion del cuerpo flagelado de
Jesús, creo que era uno de los paños donde fue lavado antes de depositarlo en la tumba. No vi que el César se
conmoviera o se tocara con estos paños, pero se curó al verlos. Quería mantener a Verónica en Roma y le dio
de premio una casa, fincas y buenos servidores, pero ella sólo quería volver a Jerusalén y morir donde Jesús
había muerto. Vi que volvió con sus compañeros a Jerusalén y que fue perseguida en la misma persecución
que puso en la miseria a Lázaro y sus hermanos. Huyó con algunas otras mujeres pero fue capturada y
encerrada en la cárcel, donde murió de hambre, mártir de la verdad por Jesús, al que había alimentado muchas
veces con pan terrestre y al que había recibido su carne y su sangre para la vida eterna. Recuerdo, a grandes
rasgos, haber leído una vez que la sudadera de la Verónica despues de su muerte estuvo con las santas mujeres,
que el joven Tadeo la llevó a Edesa, y que allí y en otras partes hizo muchos milagros, que tambien estuvo en
Constantinopla y que con los apóstoles pasó a la Iglesia. Una vez pensé que estaba en Turín, donde está la
Sábana Santa, pero vi entonces la historia de todos los santos paños, aunque se me han confundido en la
memoria. Hoy también he visto mucho más de Verónica o Serafia, pero no lo contaré porque ya no lo tengo
claro. 82 Ana Catalina al principio no le da nombre, después la cita con la perífrasis Tor, welches Jesus
ausgeführt wird, «puerta por la que sacaron a Jesús», y más adelante la llama Ausführungtor, «puerta de
sacarle» o «puerta de la Ejecución», que es como se denominará en esta traducción. Nótese el doble significado
de ausführen, «sacar» y «ejecutar». Ana Catalina dice que la puerta estaba orientada a las 4, es decir, más o
menos al suroeste. Téngase en cuenta que Ana Catalina no designaba las orientaciones por el reloj, sino por la
posición del sol a esa hora. Según B. Manzano es la puerta de Efraím.
Visiones de la Beata Ana Catalina Emerich
Rezar 1 Padre Nuestro y 1 Ave María
Pequé, Señor, pequé,
tened Piedad y Misericordia de mí.
7ª Estación:Jesús cae por segunda vez
Te adoramos oh Cristo y te bendecimos,
Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
  Considera la segunda caída de Jesús debajo de la Cruz, en la cual se le renueva el dolor de las heridas de su cabeza y de todo su cuerpo al afligido Señor.
OH pacientísimo. Jesús mio. Vos tantas veces me habéis perdonado, y yo he vuelto a caer y a ofenderos. Ayudadme, por los méritos de esta nueva caída, a perseverar en vuestra gracia hasta la muerte. Haced que en todas las tentaciones que me asalten, siempre y prontamente me encomiende a Vos. Os amo, ¡ oh Jesús, amor mío! más que a mí mismo, y me arrepiento de todo corazón de haberos ofendido; no permitáis que vuelva a separarme de Vos otra vez; haced que os ame siempre y disponed de mí como os agrade. Amén.
Rezar 1 Padre Nuestro y 1 Ave María
 Pequé, Señor, pequé,
tened Piedad y Misericordia de mí.
8ª Estación: Jesús consuela a las mujeres de Jerusalén
Te adoramos oh Cristo y te bendecimos,
Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
 Considera cómo algunas piadosas mujeres, viendo a Jesús en tan lastimosa estado, que iba derramando sangre por el camino, lloraban de compasión; mas Jesús les dijo: no lloréis por mí, sino por vosotras mismas y por vuestras hijos.
AFLIGIDO Jesús mío: lloro las ofensas que os he hecho, por los castigos que me han merecido, pero mucho más por el disgusto que os he dado a Vos, que tan ardientemente me habéis amado. No es tanto el Infierno, como vuestro amor, el que me hace llorar mis pecados. Os amo, ¡ oh Jesús, amor mío!, más que a mí mismo, y me arrepiento de todo corazón de haberos ofendido; no permitáis que vuelva a separarme de Vos otra vez; haced que os ame siempre y disponed de mí como os agrade. Amén.
Rezar 1 Padre Nuestro y 1 Ave María
Pequé, Señor, pequé,
tened Piedad y Misericordia de mí.
9ª Estación: Jesús cae por tercera vez
Te adoramos oh Cristo y te bendecimos,
Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
Considera la tercera caída de Jesucristo. Extremada era su debilidad y excesiva la crueldad de los verdugos, que querían hacerle apresurar el paso, cuando apenas le quedaba aliento para moverse.
ATORMENTADO Jesús mío: por los méritos de la debilidad que quisisteis padecer en vuestro camino al Calvario, dadme la fortaleza necesaria para vencer los respetos humanos y todos mis desordenados y perversos apetitos, que me han hecho despreciar vuestra amistad. Os amo, ¡ oh Jesús, amor mío!, más que a mí mismo, y me arrepiento de todo corazón de haberos ofendido; no permitáis que vuelva a separarme de Vos otra vez; haced que os ame siempre y disponed de mí como os agrade. Amén.
  Rezar 1 Padre Nuestro y 1 Ave María
Pequé, Señor, pequé,
tened Piedad y Misericordia de mí.
10ª Estación: Jesús es despojado de sus vestiduras
Te adoramos oh Cristo y te bendecimos,
Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
 En este momento, cuatro sayones anduvieron los setenta pasos al norte hasta la
mazmorra de la cueva. Sacaron a tirones a Jesús, que había estado allí
suplicando fortaleza a Dios y había vuelto a ofrecerse por los pecados de sus
enemigos. Le arrastraron y empujaron, pegándole y burlándose durante esta
última senda de su Pasión. El pueblo miraba y se burlaba; los soldados se
pavoneaban fríos y serios, manteniendo el orden; los sayones le acogieron con
rabia y le arrastraron dentro del círculo.
Cuando las santas mujeres vieron acercarse a Jesús, dieron dinero a un
hombre para que se lo diera a los sayones junto con el vino especiado, a fin de
que se lo dieran a Jesús; pero estos miserables no lo hicieron, sino que se lo
bebieron. Los sayones tenían dos recipientes de color pardo, uno con vinagre y
hiel, y otro con una especie de levadura de vinagre que debía de ser vino con
ajenjo y mirra. Sostuvieron el vaso de esta última bebida ante los labios del
Salvador, que estaba atado; Él lo intentó pero no bebió.
Había diez y ocho sayones en el círculo: los seis flageladores, los cuatro que
lo habían llevado, dos que habían llevado las cuerdas de la cruz, y los seis que
le crucificaron. Mientras unos estaban ocupados aquí, otros estaban con los
dos ladrones, trabajando y bebiendo alternativamente. Eran hombres
pequeños, robustos, semidesnudos y sucios; tenían cara de extranjeros, los
cabellos erizados y la barba rala, eran crueles y bestiales. Servían a los romanos
y a los judíos por dinero.
Para mí, todo esto aún tenía un aspecto más espantoso porque tenía que ver
aquí, en figura, otras maldades que para los demás eran invisibles. Veía figuras de demonios grandes y terribles afanarse entre todos estos hombres crueles,
para los que conseguían todo, los ayudaban y los aconsejaban en todo, así
como innumerables apariciones de pequeñas figuras horribles de sapos,
serpientes y dragones con muchas garras, y horribles insectos venenosos que
oscurecían el entorno. Atacaban a la gente en los morros y los pechos, y se
sentaban en sus hombros; y esta gente era la que luego tenía toda clase de
malos pensamientos o profería palabras de insulto y mofa. En cambio, durante
la Crucifixión vi que aparecieron muchas veces encima del Señor figuras de
ángeles que lloraban, y glorias en las que pude distinguir caritas desnudas.
Estos ángeles de consuelo y compasión los vi también encima de la Santísima
Virgen y de todas las buenas personas, dando fuerzas y remontándolas.
Entonces los sayones quitaron a Nuestro Señor el manto que llevaba
enrollado al torso; le quitaron el ceñidor con que le habían traído arrastrando,
así como su propio ceñidor, y después le arrancaron, sacándoselo por la cabeza,
su vestido exterior de lana blanca, que tenía el escote atado con correas.
Después le quitaron de los hombros la sudadera larga y estrecha y, como por
culpa de la corona de espinas no podían sacarle por la cabeza la parda túnica
inconsútil que le había tejido su madre, le arrancaron la corona, con lo cual
abrieron todas las heridas de su cabeza. Luego remangaron la túnica de punto
entre maldiciones y burlas, y se la sacaron por la cabeza sangrante y llena de
heridas.
Aquí estaba el Hijo del Hombre temblando, cubierto de sangre,
verdugones, heridas sangrantes, costras de heridas secas, cardenales y manchas.
Sólo llevaba puesto su escapulario corto de lana encima del torso, y el paño
que envolvía el bajo vientre. Al secarse la sangre, la lana del escapulario se
había quedado muy pegada a las nuevas y profundas llagas que el peso de la
cruz había escarbado en el hombro, que le causaban dolores indecibles.
Entonces le arrancaron sin piedad el escapulario del pecho y se vio
terriblemente desgarrado e hinchado en su desnudez; los hombros y las axilas
desollados hasta el hueso. Aquí y allá se veía lana blanca del escapulario pegada
a las costras de las heridas y a la sangre seca del pecho.
Entonces le arrancaron el último ceñidor de las caderas y se quedó desnudo.
Jesús se encorvaba de vergüenza, y cuando hizo ademán de taparse con las manos le sentaron en una piedra que rodaron hasta allí, le volvieron a colocar
con fuerza la corona de espinas en la cabeza y le ofrecieron para beber el otro
vaso con vinagre y hiel, que rechazó en silencio moviendo la cabeza.
Pero ahora, cuando los sayones le levantaron por los brazos ensangrentados
para tirarle en la cruz, la vergonzosa desnudez de Jesús levantó la cólera, los
lamentos y fuertes protestas de todos sus amigos. Su madre oraba
fervientemente y estaba pensando quitarse el velo y entrar en el círculo para
dárselo como envoltura, cuando Dios la escuchó, y, en ese momento, un
hombre que venía de la puerta de la Ejecución, corriendo fuera de camino a
través de la gente, se precipitó en el círculo, arremangado y sin aliento, pasó
entre los sayones y le tendió a Jesús un paño. Jesús lo aceptó agradecido y se
envolvió el centro del cuerpo con él, pasó el extremo más largo entre los pies,
lo llevó atrás y lo volvió a atar con un lazo.
Este bienhechor del Salvador, suplicado a Dios por la oración de la
Santísima Virgen, tenía algo majestuoso en su ímpetu, porque amenazó con el
puño a los sayones y sólo les dijo:
—¡Dejad que se tape el pobre hombre!
No habló con nadie más y se apresuró a salir de allí tan deprisa como había
venido. Era Jonadab, sobrino de San José, de la comarca de Belén, el hijo del
hermano de José que, después del nacimiento de Cristo, vendió el asno
sobrante. No era un amigo decidido de Jesús, y hoy por todas partes se había
mantenido distante y al acecho. Pero se encolerizó cuando oyó que a Jesus le
habían desnudado para azotarlo, y cuando se acercaba la Crucifixión le
sobrevino en el Templo una insólita angustia. Mientras la Madre de Jesús
gritaba a Dios en el Gólgota, a Jonadab le invadió de repente el impulso de
salir del Templo y correr al Calvario para cubrir la desnudez del Señor.
Sintió en su alma ira por la desvergüenza de Cam que se burló de la
desnudez de Noé, embriagado con vino, y tuvo que correr como un nuevo
Sem para tapar la vergüenza del pisador de uvas. Los crucificadores eran
camitas y cuando Jonadab le cubrió, Jesús pisaba los sangrientos racimos del
nuevo vino redentor. Con esta acción, que fue premiada como más adelante ví
y contaré, se cumplió una prefiguración. Visiones de Ana Catalina Emerich
Rezar 1 Padre Nuestro y 1 Ave María
 Pequé, Señor, pequé,
tened Piedad y Misericordia de mí.
11ª Estación: Jesús es clavado en la Cruz
Te adoramos oh Cristo y te bendecimos,
Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
  Rezar 1 Padre Nuestro y 1 Ave María
Pequé, Señor, pequé,
tened Piedad y Misericordia de mí.
12ª Estación: Jesús muere en la Cruz
Te adoramos oh Cristo y te bendecimos,
Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
  Rezar 1 Padre Nuestro y 1 Ave María
Pequé, Señor, pequé,
tened Piedad y Misericordia de mí.
13ª Estación: María recibe a Jesús en sus brazos
Te adoramos oh Cristo y te bendecimos,
Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
 Rezar 1 Padre Nuestro y 1 Ave María
 Pequé, Señor, pequé,
tened Piedad y Misericordia de mí.
14ª Estación: Jesús es sepultado
Te adoramos oh Cristo y te bendecimos,
Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
 Rezar 1 Padre Nuestro y 1 Ave María
 Pequé, Señor, pequé,
tened Piedad y Misericordia de mí.
Terminar con 1 Padre nuestro, 1 Ave María y 1 Gloria por las intenciones del Papa.
 Padre Nuestro
Padre nuestro,
que estás en el cielo,
santificado sea tu Nombre;
venga a nosotros tu reino;
hágase tu voluntad
en la tierra como en el cielo.
Danos hoy nuestro pan de cada día;
perdona nuestras ofensas,
como también nosotros perdonamos
a los que nos ofenden;
no nos dejes caer en la tentación,
y líbranos del mal. Amén.
Dios te salve María
llena eres de gracia
el Señor es contigo;
bendita tú eres
entre todas las mujeres,
y bendito es el fruto
de tu vientre, Jesús.
Santa María, Madre de Dios,
ruega por nosotros, pecadores,
ahora y en la ahora
de nuestra muerte. Amén
Gloria
Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu
Santo. Como era en el principio, ahora
y siempre, por los siglos de los siglos. 
Amén